domingo, 30 de agosto de 2009

El síndrome postvacacional o la mirada al ombligo

Lo del síndrome postvacacional me da la risa, y no precisamente porque sea funcionaria sino porque he sido parada.

¿Por qué no se habla del síndrome del no-poder-ir-de-vacaciones-porque-no-se-tienen? La tele venga y dale con la operación salida y la operación retorno y los retrasos de los vuelos, y tú que no sabes cómo pagarás el alquiler el mes siguiente, ese en el que los que sufren el síndrome se consuelan viendo las fotos de su estancia en la playa y contando los días que faltan para Navidad.

Creí que este año no se iban a atrever, con los altísimos niveles de paro y la crisis económica en todas las portadas. Pero de nuevo están dando bola a las molestias que nos causa la incapacidad de adaptarnos al trabajo tras la finalización de las vacaciones. Molestias que hasta hace pocos años no estaban tipificadas ni como problema. Era lo más normal del mundo; como sudar cuando hace calor.

Nos cuentan que el cambio de ritmo y el regreso a un entorno de exigencias nos ocasionan cansancio, falta de apetito y concentración, somnolencia, tristeza... ¿Qué solución proponen? Fraccionar las vacaciones, no estar holgazaneando tanto tiempo seguido, que no nos acostumbremos a vivir como los ricos. Y -esto es de lo más divertido- hacer un periodo de readaptación para ir asimilando el cambio. Vamos, que te vas diez días de vacaciones y los tres últimos tienes que dejar de dormir la siesta, madrugar y pensar en tu jefe... Eso sí que es para ponerse enfermo.

¿Qué tal si empezamos por evitar darle importancia al asunto? ¿Hasta cuando vamos a regodearnos en la autocomplacencia? Que el trabajo, en la mayor parte de los casos, es una maldición, no lo discute casi nadie, pero hay una desgracia aún peor. Sólo hay que fijarse en las caras de los inmigrantes ilegales. También tienen su espacio en los noticieros, aunque a veces quedan un poco esquinados; hay que hacer sitio a los sicólogos que nos dan consejos para no ahogarnos en un vaso de agua.

Llegará el día en que las imágenes de los desarrapados que arriban a nuestras costas de la abundancia se emitirán con un aviso: “puede herir su sensibilidad de persona acostumbrada a quejarse por tonterías". De tanto mirarnos el ombligo se nos está quedando una peligrosa cortedad de visión.

Yo no voy a sufrir ese síndrome de nueva creación. Voy a volver a trabajar directamente cabreada y desmotivada sin disimulo. Porque me gusta mucho estar de vacaciones y disponer de mi tiempo para lo que quiera. Y porque unos trabajan demasiado y otros nada –que aquí también la clave está en el reparto-. Y porque otro mundo sería posible si no fuéramos todos tan miopes.

domingo, 16 de agosto de 2009

Un ruido de fondo

Si algo nos ofrece esta sociedad de consumo es distracción. El ocio a veces no es sinónimo de tiempo libre, de lo ocupado que lo tenemos. Se podría decir que por huir del miedo al aburrimiento acabamos demasiado estimulados. Y un ejemplo de esto es lo mucho que nos incomoda el silencio.

¿Por qué encontramos alivio en el barullo sonoro? Sólo hay que ver cuantas personas encienden la televisión al llegar a casa para tener sonido ambiente. O lo difícil que es escuchar el rumor de las olas en la playa, entre la música del chiringuito y las conversaciones de los adictos al móvil.

Ojo! No desprecio el valor curativo de una conversación, ni el contacto por la palabra – a veces las palabras son como abrazos, tienen el mismo calor, la misma cercanía - pero creo que estamos necesitados de silencio.

Porque lo que se fomenta es el ruido, no la conversación.

Anda dando vueltas por Internet el resultado de un estudio de la UCLA sobre los beneficios de la amistad entre mujeres. La conclusión es que las amigas curan. Estoy de acuerdo, pero probablemente la sanación no nos llega por que nos hablen sino porque nos escuchan. Si nos fijamos, todo está lleno de conocidos, pero no se encuentra fácilmente a alguien con quien conversar. Alguien que cuando te pregunta ¿cómo estás? se tome tiempo para escuchar tu respuesta.

La mayor parte de las veces hablamos por hablar

Conocí a una niña, tímida y callada, que en la escuela era presionada por sus profesoras para que hablara más. Querían que participara diciendo en voz alta, ante los compañeros, lo que había hecho el domingo, lo que le gustaba comer… Es sabido que la educación reglada uniformiza y ahora, porque ha habido épocas bien distintas, quieren a las criaturas extrovertidas, simpáticas, con madera de líder. Esta niña ante la insistencia cariñosa, pero no por eso menos molesta, de la profa callaba. Sufría y callaba. Hasta que un día le salió el carácter, ese que algunos tímidos esconden hasta que hace explosión. Y dijo alto y claro: “Si estoy bien callada ¿por qué tengo que hablar? ¿Para gustarte?” No supieron que argumentar y la dejaron en paz.

La niña tenía razón. Hablamos demasiado para gustar a otros y acabamos confundidos entre el ruido de fondo.

sábado, 8 de agosto de 2009

!No me toquen los afectos!

Negar la realidad no es una buena forma de afrontar problemas. Hacerlo de manera individual no es recomendable, pero allá cada cual y cómo quiere vivir su vida. Intentar trasladar ese error a la colectividad es grave, muy grave. Algunos niños con cierta discapacidad no aprenden nunca a jugar al escondite. Se tapan los ojos y creen así que como ellos no ven los demás no les ven. Taparse los ojos no funciona ni siquiera para esconderse.

Sin embargo, donde yo vivo hay políticos que no entienden esa simple lección. No sé qué clase de discapacidad sufren pero quieren tapar realidades molestas y creerse así que las hacen desaparecer. Se han propuesto enseñar a la población qué y a quién es lícito querer y qué y quién debe ser rechazado. Desean imponer su criterio como el único lúcido y a tener en cuenta.

Supongo que en la Argentina de finales de los 70 los milicos pensarían lo mismo. Esas mujeres peleonas que daban vueltas a la plaza para recordar a sus hijos desaparecidos eran, para ellos, unas locas. ¿A quién se le ocurre querer a un hijo subversivo?

El presidente de Irán, Ahmadinejad, dijo en una intervención pública que en su país no había homosexuales. El amor entre personas del mismo sexo está prohibido allí. O sea que los iraníes son todos heteros porque lo dice la ley islámica. Y si a alguien se le olvida lo ahorcan.

Hay muchos grados de estupidez entre el desconocimiento y la pura perversión pero, en cualquier caso, legislar sobre los afectos está abocado al fracaso. Las madres seguirán queriendo a sus hijos y los hombres enamorándose de otros hombres. Lo contemple la Constitución o no.

Por supuesto, hay que educar a las personas en el respeto al otro, -aunque ese otro nos resulte muy muy desagradable- . Está claro que no puedes romper las reglas si quieres vivir en comunidad. Nos socializan para eso. Para no ir desnudo por la calle, para no saltarnos los semáforos en rojo, para considerar derecho sagrado la propiedad privada... Pero los afectos que los dejen en paz.

Que nadie me diga cómo pensar, a quién querer, qué tengo que valorar. Eso no debe determinarlo la mayoría por votación popular, aunque suene democrático. A qué muertos llorar y con qué vivos convivir es asunto que debe elegirlo cada cuál.