domingo, 24 de enero de 2010

La delicia de encajar

Joan Manuel Serrat. "Y el amor"




Hoy voy a hablar un poco de sexo. O, más claro, de lo hipócritas que somos los adultos, padres, madres, enseñantes todos con este tema. He recuperado este vídeo de la prehistoria musical porque me parece muy oportuno. Y quiero compartirlo con todos los educadores azorados ante la tesitura de contar a un inexperto qué es el sexo y porqué nos gusta tanto.

Aún recuerdo las –contadas- clases de educación sexual que recibí en el Bachillerato: anatomía fisiológica o la historia de la semillita narrada con palabras técnicas.

Por lo que me llega, no es muy diferente ahora. En el mejor de los casos, a los adolescentes les proporcionamos información anticonceptiva. Cómo hacer niños y cómo no hacerlos. Todo ellos regado de no poca moralina y el amor como escudo. El placer no se nombra. Y su búsqueda se castiga.

Tengo reciente el ejemplo de uno de mis vecinos. Con tanto canal por satélite y antena parabólica comunitaria un día nos encontramos en la televisión con un canal porno que emitía gratuitamente 24 horas; un tanto light de día y bastante más explícito de noche. Uno de los que se aficionó fue el del segundo derecha, un chaval de once años que se levantaba por las noches para masturbarse ante la pantalla. Hasta que se enteró su padre. Que solicitó una reunión de vecinos para explicar –qué vergüenza ajena sentí; eso no se le hace a un hijo- el problema que tenía y exigir que el acceso al canal se capara.

Los jóvenes, sobre todo si son nuestros hijos, tienen la habilidad de enfrentarnos a todo aquello que guardamos en la sombra, a lo no resuelto.

Nosotros nos quedemos sin el canal porno y el crío con un complejo de culpa que algún día le pasará factura. (Aclaro que el canal no lo echo de menos porque a mí con el porno me pasa como con el vino: me da sueño).

domingo, 17 de enero de 2010

Hablar claro no vende

En esta época de corrección lingüística que ha convertido a los negros en personas de color y a los repartidores en trabajadores de logística, los políticos están más preocupados por cómo dicen y presentan las cosas que por hacerlas. Y como se lo consentimos, entre todos -hablantes y oyentes-, hemos ido forzando la semántica, diluyéndola hasta hacerla light, baja en contenido. Cuando, en realidad, no son las palabras las que ofenden sino el pensamiento, la intención que las sustenta.

En esas estábamos, acostumbrándonos a las figuras públicas de perfil bajo y a los discursos sosos, sin sal ni pimienta, cuando aterriza un nuevo obispo en Donostia, y se pone a hablar como antes de la moda, es decir, como un cura de toda la vida, intentando asustar a los niños con el infierno. En resumen, ha venido a decir que lo de Haití no es lo peor, a él le preocupan más otras cosas. Y de entrada suena inhumano, sin duda, pero si se piensa no es tan sorprendente. Sólo que somos un pelín hipócritas y él excesivamente sincero (además de carca, que esa es otra historia).

“Existen males mayores que los que esos pobres de Haití están sufriendo estos días” esa fue la frase. Admitamos que puede ser cierto. Aún siendo esa una tragedia dramática, tremenda, sobrecogedora, puede haber cosas peores que perder la vida. De hecho, eso mismo dicen algunos torturados, que en el límite del horror y el desamparo anhelan morir. Hay enfermedades devastadoras, monstruosas, sin cura, que tienen a los enfermos postrados en infiernos de los que sólo les recatará la muerte. Pero el prelado no iba por ahí.

Quizá podría referirse a que Haití ya era un drama antes del terremoto. Muchos de los cuerpos que ahora yacen bajo los escombros se estaban muriendo de hambre y de miseria, ante la indiferencia del mundo. Pero, tampoco. Ha aclarado, en su intento de salir mejor parado, que lo suyo era un mensaje puramente teológico. A esos inocentes sufridores “Dios les ha prometido la felicidad eterna”. Peor lo tienen los pecadores, según el obispo.

Y ¿por qué tanto escándalo? ¿Acaso no es ese uno de los mensajes de la Iglesia? Los textos que se enseñan en las catequesis presentan el mundo como un valle de lágrimas. La resignación siempre ha sido una virtud cristiana y lo de martirizar los cuerpos para salvar las almas, práctica aceptada. Todo lo bueno –gozo, justicia- hay que posponerlo para la eternidad.

Estábamos tan acostumbrados a los disimulos, a los discursos sin aristas, que llega un pastor de la Iglesia a poner las cosas en su sitio y nos confunde. Que se preocupe su rebaño ¿No era este un Estado laico? Pues que Munilla predique desde el púlpito y deje libres los titulares de prensa. Yo no volveré a hablar de él.