Empecé el año cuidando de mi hija. Un agresivo virus intestinal nos impidió acudir a la celebración familiar. A continuación, fui yo quien enfermó y me pasé la primera semana de 2023, mis vacaciones, con décimas de fiebre y mal cuerpo. Y volví al trabajo.
El cansancio me acompañó todo el primer trimestre y finalmente, a finales de marzo, se hizo mi dueño. La gripe A y una posterior neumonía vírica me transportaron a un lugar al que, de poder elegir, no querría volver. La fiebre era tan alta y el agotamiento tan extremo que no podía hacer nada, más allá de esperar que pasara. Confiar en que pasara. Entendí, en carne propia, que el cuerpo humano, si no se mueve, se va convirtiendo en un guiñapo. Recordé a los dementores de Harry Potter, que te absorben la energía vital y la alegría, hasta dejarte vacío, a merced de la tristeza profunda y, supe, sin lugar a dudas, que J. K. Rowling se había inspirado en su propia neumonía. Sólo quien lo había sufrido conocía la inmensidad de ese vacío. No tenía fuerza para hablar, ni para leer, ni para protestar o preocuparme demasiado. Estaba tendida. Aislada. Esperando que el descanso y el tiempo curaran mi pulmón dañado.
Pasaron semanas y, poco a poco, fui mejorando. Salí de la cama, empecé a ver vídeos cortos de decoración, de cocina, de youtubers viajeros… Volví a leer. Y a pasear, despacio. Muy despacio, al principio. Como si otra persona, mucho más vieja, se hubiera apoderado de mi cuerpo. No tenía fuerza para subir escaleras. Mi cabeza se recuperó antes que el resto. Me leí, de corrido, los cuatro libros sobre Lucy Barton, de Elizabeth Strout. Me entusiasmé con su prosa. Ya no me dormía todo el rato. Empecé a ver series, capítulos enteros. Fui recuperando peso y las ganas de conversar. Miraba el mar y las flores y los árboles, miraba la primavera llegar y crecer, sin tocarme. Un día me desperté y sentí que la fuerza vital había vuelto. Tenía ganas, no obligación, de levantarme y de abrir un periódico, cualquiera, que me contara lo que ocurría fuera de mí. Me había curado.
En ese tiempo, cambiaron mis prioridades. De pronto, supe que quería dejar de trabajar y los años que me restan hasta la jubilación se me harán largos. Me hice más selectiva. Menos generosa con mi ocio. Redecoré la casa -de algo tenían que servirme los vídeos de consejos-, recordé que, con 15 años, había aprendido a hacer macramé. Lo retomé. Acabé dos tapices. Me dí cuenta de que hacer nudos de cuerda me ayuda a deshacer otro tipo de nudos. Volví a disfrutar de estar sola, y también de estar acompañada.
Agradecí tener un sueldo fijo y vivir en una sociedad con derecho a baja laboral y sanidad gratuita. Nacer en la parte buena del mundo es una suerte. Y más aún si tienes quien te cuide con cariño, como es mi caso.
Hice algunas comidas con amigas y amigos, aunque me perdí otras. En todas me sentí muy a gusto. La amistad es la red que te salva de caer, cuando el resto falla. No deberíamos olvidarlo.
Mi hija me dio razones para ser feliz. Le pasaron cosas muy buenas, que no cuento por respeto a su intimidad. Tuve, y tengo, la suerte de tener en mi entorno niños y niñas que me contagian su entusiasmo y su ilusión. Y, aunque a veces me toca hacer de “señora mandona”, me quieren un montón y me regalan su alegría.
En 2023 no pude ir a Italia, pero estuve en Ainhoa, y en Baiona. Y en Bermeo. Y en Francia, dos veces. En julio, hice un viaje con parte de mi familia. Fuimos al parque Disneyland y a París. Subimos a la torre Eiffel, navegamos por del Sena, visitamos mi barrio favorito (Le Marais), nos sacamos fotos en la Place des Vosges. Comimos crepes y helados. Y nos reímos. Nos reímos mucho y también nos cansamos. Fueron unas muy buenas vacaciones. De las que se recuerdan.
Tomé el sol en el balcón, monté muebles, hice postres ricos. En agosto me contagié de coronavirus. No fue leve, pero después de la neumonía me pareció muy soportable. Escribí poco. Leí más. No puedo decir que mucho, porque con los libros me pasa como con el chocolate, nunca me parece bastante. El verano se fue en un suspiro.
Trabajé. Y trabajé. Y me aburrí de trabajar. Cambié de operador de telefonía (lo pongo en este resumen porque fue muy laborioso). Redescubrí lo que ya sabía: gestionar lo doméstico, con sus averías y contratiempos, ocupa gran parte de la vida de las mujeres. Esos listados de pendientes urgentes por resolver me comen la moral. Vi películas malas y algunas, pocas, buenas. Puse temporizadores en varias aplicaciones de mi móvil, para perder menos tiempo, -menos vida-, en redes sociales y otras tonterías. Escuché muchos pódcast, casi todos prescindibles. Vacié un trastero. Regalé algunas cosas, otras, simplemente, las tiré.
Llegó diciembre. Me escapé a Albi, a visitar su impresionante catedral y el museo de Toulouse Lautrec. Allí me propuse volver a estudiar francés. A la vuelta, aparqué la idea. Acabé el mes en un concierto de mi cantante favorito, en mi ciudad favorita. Sintiéndome muy bien. Y recordando una reflexión del libro “No me acuerdo de nada”, de Nora Ephron: “Darme cuenta de que me quedan solo unos años buenos me ha impactado sinceramente y me ha dado mucho que pensar”.
Sed felices.