sábado, 20 de noviembre de 2021

Treinta y tres cajas grandes


Algunos deseos infantiles se nos olvidan. Surgen otros, más importantes en apariencia, y los van desplazando. Yo de pequeña quería tener muchos libros. Dinero para comprarlos, una estancia propia donde guardarlos y tiempo para leer, y leer, y leer. “Esta niña abre un libro y se le olvida comer” decía mi madre, en tono de reproche.

Un percance doméstico con fuga de agua incluida nos ha obligado a vaciar la sala y a vivir algo incómodos durante semanas. El mayor problema ha sido la recolocación, en un lugar seguro, de los libros que hemos ido acumulado en una vida –no somos jóvenes;  el Servicio de Salud se encarga de recordárnoslo a menudo-.

Ha habido que alquilar un trastero para guardar el contenido de dos largas estanterías que ocupaban las paredes. Treinta y tres cajas grandes de libros. Lo de grandes no es exagerado. Miles de ejemplares. Ordenados por idioma y apellido.

Nunca habría imaginado que les tenía, les tengo, tanto apego.  De algunos pocos, recuerdo cuándo los compre o quién me los regaló, en qué situación los leí. Cuánto me ayudaron.

Cuando se los llevaron supe lo mucho que los apreciaba. Ha quedado un extraño eco en la estancia. Un vacío inquietante. Faltan las palabras de tanta gente talentosa que escribió para que otros disfrutaran.

Como dice Coque Malla en esa preciosa canción, vivimos solo una vez  y todo es fugaz. Yo he pasado muchas horas buscando, comprando y leyendo.  Puedo decir que aquel anhelo infantil se ha cumplido.

Estoy deseando que vuelvan a casa mis libros. Con ellos me siento acompañada.