Siempre me entra la flojera. Justo un par de días antes, porque la víspera suelo estar tan atareada que ya no hay sitio para la pereza.
Hay quien me dice que no es sano estar pensando en un nuevo destino tan pronto como se vuelve del último viaje, pero yo no veo que sea tan malo encadenar una ilusión con la siguiente. Porque a mí viajar me ilusiona. El problema es el cansancio. A veces no ando sobrada de energía y para moverse hace falta.
! Hay tanto por ver!
Tengo grabada en la memoria la decepción que sufrí, de cría, cuando me percaté de que no importaba cuántos años viviera ni cuánto tiempo le dedicara: nunca conseguiría leer todos los libros interesentes escritos, ni siquiera en un sólo idioma. Se me cayeron encima todos los límites. Tanta curiosidad no se puede saciar en una sola vida.
Pero antes de partir sólo veo los inconvenientes -soy de las que mete en la maleta remedio contra todo- porque contra lo que pueda parecer mis viajes no son huidas. A mí me encanta estar aquí, donde estoy. Es justo adonde siempre quiero volver.
Viajando me reafirmo en lo corto que es el tiempo de la novedad y lo extenso que resulta el de la repetición. Sé que la necesidad me libera la lengua, que en todas partes hay gente amable, que los hoteles de cuatro estrellas me gustan más que los de tres y que, en realidad, en cualquier sitio se puede estar bien si no te duele nada.
Vale. No se puede plantear la existencia como una carrera contra el tiempo, pero, en serio, siete vidas serían aún poco...
sábado, 27 de marzo de 2010
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