Vivimos en una época de pirámides invertidas. Por cada productor agrícola hay un equipo de técnicos dispuesto a medir el proceso de elaboración, la trazabilidad, el recorrido de la cadena de distribución, los niveles de consumo... Para cada paciente de la sanidad pública hay un protocolo -palabra mágica que da de comer a muchos funcionarios- . El enfermo necesita ayuda para mejorar su malestar, pero el protocolo contempla un largo recorrido hasta llegar al remedio.
Nos venden que la atención al público centralizada mejora el servicio, pero la centralización suele estar muy lejos -!ay esos operadores telefónicos a los que tienes que deletrear tu apellido varias veces como si fueras extranjero en tu pueblo!- y además, los agentes siempre están ocupados. Lo que antes se resolvía paseando hasta un lugar concreto donde una persona respondía a las preguntas, ahora es un largo camino de citas previas y voces sin rostro.
Como hay tantas personas necesitadas del trabajo de otro para inventarse el suyo, tanto profesional dispuesto a analizar, explicar, evaluar, mejorar un mismo proceso..., tarde o temprano acabamos rodeados de vendedores de humo. Son los que no han hecho fuego nunca - no sabrían frotar dos piedras- , pero se especializan en complicar lo sencillo y, sobre todo, en medirlo. Y acabamos enredados en el absurdo. Una comisión de expertos de pacotilla puede pasarse horas discutiendo de la calidad del humo mientras un único operario se desloma intentando que la llama no se apague.
Porque la cuestión es hacer algo o, por lo menos, hacer que hacemos o, aún mejor, decir a otros lo que tienen que hacer. Y tenemos tan arraigado lo de la acción como obligación que nunca se nos ocurre otro camino.
Escuché una vez a un buen conferenciante una historia sobre varios niños de culturas y orígenes diferentes que tenían que ponerse de acuerdo sobre una naranja. Uno decía que lo que procedía era luchar, pelear unos con otros, y el ganador -el más fuerte- se quedaba con la fruta. Otro proponía que la confrontación fuera intelectual: un jurado imparcial hacía preguntas y el que mejor respondiera se llevaba la naranja como premio. Un tercero propuso dividirla en trozos y repartirla en partes iguales. Así cada cual daba su parecer, hasta que hubo uno que sólo preguntó: "¿Y por qué hay que hacer algo con la naranja? ¿No podemos simplemente dejarla como está, dejarla ser, y así todos tendremos opción de contemplar su belleza?" Este niño poeta nunca conseguiría trabajo en una consultoría.
jueves, 21 de mayo de 2009
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Nice to meet you!
ResponderEliminarQué razón tienes; mucho humo demasiadas veces, y vendido además a precio de oro. Y mira que me gustan los protocolos y los procesos... bien entendidos.