21 de septiembre. Día Mundial del Alzheimer.
Fui a comer a casa y al marcharme, una vez más, me despedí de mi padre. Le dije adiós con la tristeza de saber que la próxima vez que nos viéramos estaría más lejano, sería más cáscara y menos sentido.
Era así desde el comienzo de su enfermedad, pero no podía acostumbrarme. No acababa de aceptar el abismo entre el padre que tuve y el que era. Cómo entender que una persona perfeccionista y metódica, responsable hasta cuando dormía, se hubiera convertido en aquel ser perdido e inválido, incapaz de atarse los zapatos. Cómo entenderlo sin rebelarse.
Recordaba cuando me compró los cuadernos de caligrafía para mejorar mi letra –demasiado pequeña, demasiado discreta- y su afán porque yo escribiera con trazos más elegantes. “La letra define a la persona” decía.
¿Y sus garabatos de ahora, hechos con esfuerzo y toda la voluntad posible?
Pero lo peor era enfrentarse a su mirada desconsolada e huidiza. Asustada. Con un miedo mayor al de un niño solo en medio de una multitud de desconocidos. La demencia está en la mirada.
¿Cómo medir la intensidad de su soledad? ¿Cómo consolar al que no te reconoce, al que no se tiene a sí mismo?
“Hay que retirar los espejos. Pueden sobresaltarse con una imagen, la suya, que no reconocen” dicen los expertos.
¿Pero puede alguien ser experto en lo que no ha vivido? ¿Cómo saber lo que se siente más allá de la perdida de la razón? Yo sólo veo desolación.
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