Si algo nos ofrece esta sociedad de consumo es distracción. El ocio a veces no es sinónimo de tiempo libre, de lo ocupado que lo tenemos. Se podría decir que por huir del miedo al aburrimiento acabamos demasiado estimulados. Y un ejemplo de esto es lo mucho que nos incomoda el silencio.
¿Por qué encontramos alivio en el barullo sonoro? Sólo hay que ver cuantas personas encienden la televisión al llegar a casa para tener sonido ambiente. O lo difícil que es escuchar el rumor de las olas en la playa, entre la música del chiringuito y las conversaciones de los adictos al móvil.
Ojo! No desprecio el valor curativo de una conversación, ni el contacto por la palabra – a veces las palabras son como abrazos, tienen el mismo calor, la misma cercanía - pero creo que estamos necesitados de silencio.
Porque lo que se fomenta es el ruido, no la conversación.
Anda dando vueltas por Internet el resultado de un estudio de la UCLA sobre los beneficios de la amistad entre mujeres. La conclusión es que las amigas curan. Estoy de acuerdo, pero probablemente la sanación no nos llega por que nos hablen sino porque nos escuchan. Si nos fijamos, todo está lleno de conocidos, pero no se encuentra fácilmente a alguien con quien conversar. Alguien que cuando te pregunta ¿cómo estás? se tome tiempo para escuchar tu respuesta.
La mayor parte de las veces hablamos por hablar
Conocí a una niña, tímida y callada, que en la escuela era presionada por sus profesoras para que hablara más. Querían que participara diciendo en voz alta, ante los compañeros, lo que había hecho el domingo, lo que le gustaba comer… Es sabido que la educación reglada uniformiza y ahora, porque ha habido épocas bien distintas, quieren a las criaturas extrovertidas, simpáticas, con madera de líder. Esta niña ante la insistencia cariñosa, pero no por eso menos molesta, de la profa callaba. Sufría y callaba. Hasta que un día le salió el carácter, ese que algunos tímidos esconden hasta que hace explosión. Y dijo alto y claro: “Si estoy bien callada ¿por qué tengo que hablar? ¿Para gustarte?” No supieron que argumentar y la dejaron en paz.
La niña tenía razón. Hablamos demasiado para gustar a otros y acabamos confundidos entre el ruido de fondo.
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