Algunos deseos
infantiles se nos olvidan. Surgen otros, más importantes en apariencia, y los
van desplazando. Yo de pequeña quería tener muchos libros. Dinero para
comprarlos, una estancia propia donde guardarlos y tiempo para leer, y leer, y
leer. “Esta niña abre un libro y se le olvida comer” decía mi madre, en tono de
reproche.
Un percance
doméstico con fuga de agua incluida nos ha obligado a vaciar la sala y a vivir
algo incómodos durante semanas. El mayor problema ha sido la recolocación, en
un lugar seguro, de los libros que hemos ido acumulado en una vida –no somos jóvenes;
el Servicio de Salud se encarga de
recordárnoslo a menudo-.
Ha habido que
alquilar un trastero para guardar el contenido de dos largas estanterías que
ocupaban las paredes. Treinta y tres cajas grandes de libros. Lo de grandes no
es exagerado. Miles de ejemplares. Ordenados por idioma y apellido.
Nunca habría
imaginado que les tenía, les tengo, tanto apego. De algunos pocos, recuerdo cuándo los compre o
quién me los regaló, en qué situación los leí. Cuánto me ayudaron.
Cuando se los
llevaron supe lo mucho que los apreciaba. Ha quedado un extraño eco en la
estancia. Un vacío inquietante. Faltan las
palabras de tanta gente talentosa que escribió para que otros disfrutaran.
Como dice Coque
Malla en esa preciosa canción, vivimos solo una vez y todo es fugaz. Yo he pasado muchas horas
buscando, comprando y leyendo. Puedo decir que aquel anhelo infantil se ha cumplido.
Estoy deseando que
vuelvan a casa mis libros. Con ellos me siento acompañada.
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