sábado, 23 de septiembre de 2017

El fin del mundo es todos los dias

He oído algo, un rumor sobre una teoría que anuncia el fin del mundo para hoy, 23 de septiembre, y me he puesto a resolver un sudoku. “Bastante tengo con el fin del verano y el agobio de sacar la ropa de abrigo almacenada hace nada; no estoy para tonterías” me he escuchado a mí misma pensando una frase igualita a la que podría haber dicho mi madre. Con el pasar de los años, las personas, además de hacernos mayores, nos volvemos prácticas.

El fin del mundo…, asunto tan inabarcable e inconmensurable que no me pone nerviosa. La certeza de que los fuertes y los chulos disfrutan pateando flores e ilusiones, sí.  Hay mundos acabándose cada día.  En realidad, cualquier cosa puede suceder en cualquier momento. El fin de todo, también. 

No es de repetir esa obviedad de donde sacamos la fuerza para levantarnos, resistir, mejorarnos, compartir y disfrutar.  Lo de “vive como si fuera tu último día” es solo una pose hipócrita. Los finales redondos están en el cine. En la vida cotidiana son los pequeños –por limitados no por inocuos- desmorones feuchos de nuestros anhelos los que nos roban la energía y sorben el tiempo: la decepción por una recompensa merecida que no llega, la desilusión por una relación amorosa que no cuaja, el desánimo por un malestar físico que no nos abandona…

Ante el vacío que dejan esos mundos soñados que a menudo se nos derrumban ayuda pensar que el sol saldrá también mañana y con él la posibilidad de curar los arañazos, recuperar la alegría y disfrutar de la ternura. No es el miedo lo que nos mantiene sino la esperanza. Somos supervivientes. Sabemos que lo raro es estar vivos, pero la confianza en nuestro propio aliento nos sostiene. 

Y esto vale para las personas y para los pueblos.




 

lunes, 11 de septiembre de 2017

De cuando el tiempo no pasaba deprisa



No queríamos dormir  nos queríamos comer el mundo  No podíamos dejar de estar a solas ni un segundo  Ida y vuelta de la cama  a la alfombra voladora  nos bastaba con dejar pasar  dejar pasar las horas  Horas, horas,  colgados como dos computadoras  Horas, horas,  meta echar carbón en la locomotora  Recorriendo aquel edén  de sólo dos metros cuadrados  ¿Que será de aquel colchón, de aquel colchón tan maltratado?  Allá íbamos tu y yo  llevados por el remolino  nos dejábamos caer, caer,  caer hacia el destino  Durante horas, horas,  colgados como dos computadoras  Horas, horas,  meta echar carbón en la locomotora  No queríamos dormir  nos queríamos comer a besos  No queríamos dejar de cometer ni un solo exceso  Nos venía a saludar en el balcón la luna llena  Nos bastaba con dejar morir  dejar morir la pena  Horas, horas,  colgados como dos computadoras  Horas, horas,  meta echar carbón en la locomotora. Jorge Drexler.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Miedos y fobias


Son palabras sinónimas, aunque la segunda esté más de moda en su acepción de aversión hacia algo. Comparten no solo el significado, también la mala fama social. Parece que el miedo haya que esconderlo, disimularlo e incluso negarlo. “Pero no tengas miedo; si no hace nada…” te suelta el dueño de un mastín sin bozal, mientras el perro te ladra con animadversión; y con esa frase descalifica tu derecho a sentir temor y te pasa el problema a ti, que eres una cobardica, que no te gustan los animales y, por tanto, no sabes apreciar lo leal y cariñosa que es su enorme mascota.

Así que ser valiente está bien visto y tener miedo, no.

Sin embargo, el miedo no es una emoción sobrante y carente de sentido. Tiene su función: nos pone en alerta y nos protege del peligro. Habrá quien vea riesgo donde otros vean oportunidad y, al contrario, quien se ría de la angustia ajena por exceso de valentía o incapacidad de ponerse en los zapatos de otro, pero el recelo hacia lo que consideramos dañoso forma parte de nuestra naturaleza humana. Y yo no voy a negarlo. Tras los atentados de Barcelona y Cambrils tuve miedo y lo tengo aun.

Tengo miedo, y no solo a que la lotería mortífera me toque, a mí o a alguna persona querida. Tengo pavor, por ejemplo, a que nos acostumbremos a que la Policía “abata” a personas –terroristas, si prefieren, pero personas en cualquier caso-, en vez de detenerlas. A que la seguridad acorrale la libertad, y la mayoría aplauda.  A que lo políticamente correcto nos constriña tanto que no se pueda hablar, ni opinar, contra las religiones (todas, el islamismo incluido) sin que te achaquen hacer el caldo de cultivo a una fobia maliciosa. 

Mi temor y mi desconfianza hacia la mediocridad de la clase política se agrandan más y más cuando escucho declaraciones que desvelan su incapacidad. Gilles de Kerchove, el coordinador europeo de la lucha contra el terrorismo, avisa de que volverá a pasar, que nos vayamos acostumbrando. ¿Una década en el cargo y eso es todo lo que tiene que decirnos?

¿Para qué mantenemos a los políticos? ¿Vale con que nos cuenten los problemas o queremos que los resuelvan?

Decididamente, no soy tan arrojada como para acariciar a según que animales ni para comulgar con según que actitudes. Si nos paramos a pensar en manos de quien está el mundo, ¿no es como para angustiarse?