sábado, 7 de febrero de 2009

¿Hay peor cosa que un jefe tonto?

Pues sí. Es mucho peor tener un jefe que se hace el tonto. Estos son más difíciles de descubrir y aún más difíciles de torear. (Aviso: no digo que sea un papel exclusivo de los hombres, pero los que yo he sufrido lo eran).

Físicamente tienen apariencia de sacristán. Son discretos. Amables en las formas pero fríos, faltos de sentimiento en el trato. Apenas hacen ruido. Por supuesto, nunca gritan. A veces su presencia pasa tan desapercibida que si el plano se paralizara por un momento se les vería agazapados en una esquina, como si pasaran por allí, no queriendo molestar. Tienen la habilidad de ausentarse cuando hay problemas. Van de "pobrecitos, faltos de carácter" pero sólo es una táctica para no verse obligados a tomar decisiones.

Cuando sienten el menor atisbo de peligro, no dudan al elegir bando. Siempre se ponen del lado del más fuerte, en la acera del poder. La máscara cae y se desdicen de todo, cambian actas de reuniones, borran de su disco duro los recuerdos, se escabullen, se arrastran, venden a su madre. Niegan que alguna vez la conocieran. Y siempre encuentran la cabeza de algún subordinado/a para entregar en bandeja.

Son colaboracionistas que babean ante el poderoso. Sorprenden en los momentos críticos por su capacidad de viraje. Entonces se entiende por qué suben, cómo llegan, de qué habilidades se sirven para mantenerse. Y sólo queda maldecirles, quitarles el disfraz, cuidarse de ellos.

Y recordar que la sotana la lleva el párroco pero la ayuda del sacristán, ciego seguidor de sus dictámenes, es inestimable.

1 comentario:

  1. Muy bien reflejado esos JEFECILLOS que no mereciendoselo están ahí para jodernos la vida a los demás.

    Un beso...

    Me ha gustado tu blog, lo he encontrado de casualidad...

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