domingo, 2 de enero de 2011

Hoy puede ser un gran día...

Si se cumple la ley antitabaco que entra en vigor y, por fin, los no fumadores nos libramos de la imposición del humo ajeno. Va a ser un sueño salir de marcha y no volver con el nauseabundo olor pegado a la ropa, al pelo…

Hay voces muy ofendidas que llaman a concienciar más y prohibir menos. Les parece muy drástico esto de poner una fecha y amenazar con multas. ¿Cuántas prórrogas más necesitan a costa de mis pulmones?

Desde 2005, cuando se aprobó el primer intento, ya hemos tenido tiempo de comprobar que hay adictos a los que les rebotan los avisos. Generalizar no es bueno. Entre los fumadores, como en el resto de colectivos, hay de todo. Pero entre ese de todo yo he conocido bastantes maleducados. Así pidieras, por favor, una tregua, seguían a lo suyo. Pretender respirar un aire no viciado suponía, a veces, librar una batalla en la que el bando fumador se negaba a aparcar el vicio, por ejemplo durante la hora de clase, y los anti-tabaco atacaban abriendo las ventanas, así hubiera 0 grados en la calle. Y ahora quieren darme pena. La verdad es que los no fumadores hemos vivido acogotados.

Recuerdo a una amiga, Rosa, que entró a trabajar en un puesto de la Administración. Era una imprenta ubicada en un sótano, sin ventanas ni luz natural. Un verdadero agujero. Los compañeros fumadores no sentían que les faltara el aire, pero visto que eran muchos los adictos y ante la imposibilidad de ventilar aquella estancia que a media mañana ya estaba cargadísima, la jefatura decidió que había que fumar en la calle. Así que cada hora disponían de unos minutos de descanso para echar el pitillo. Los no fumadores no podían salir. Rosa protestó. Ella también quería separar la mirada de la pantalla, estirar las piernas… Nada; si no se fumaba no se justificaba la pausa. Al cabo de unos meses, Rosa empezó a fumar.

Así de comprensivos hemos sido con los adictos al tabaco. No se les reconoce el mismo derecho a los que dependen del alcohol o de la siesta para estar a gusto.

Algunos fumadores piden más tolerancia e intentan pontificar sobre lo mala que es la imposición. “No habría que prohibir nada” dicen. Sería genial que todos respetáramos al de al lado. Que antes de hacer cualquier cosa en un lugar público -escupir o hablar por el móvil- pensáramos en los que nos rodean. Pero no funciona. Sólo hay que coincidir con alguien que entra a un ascensor fumándose un puro para saberlo.

Además, resulta que la vida en sociedad, en esta sociedad, se regula con prohibiciones. Está prohibido coger el coche de otro para darse una vuelta, aunque estés muy cansado y tengas luego intención de devolverlo. Si sientes hambre, -necesidad de primera-, no puedes entrar a un súper y llevarte un paquete de almendras sin pagar.

El debate sobre los límites de la ley es un debate sobre los límites de la libertad, ajena y propia. Yo estoy de acuerdo en que hay muchas maneras de vivir y de morir. Y es cosa de cada uno la que elige. Pero cuando fumas a mi lado me haces fumar a mí. Y no, a eso no tienes derecho.

La tiranía de los fumadores ha durado décadas. Celebro que se acabe.

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