El fin del mundo…, asunto tan inabarcable e inconmensurable
que no me pone nerviosa. La certeza de que los fuertes y los chulos disfrutan
pateando flores e ilusiones, sí. Hay
mundos acabándose cada día. En realidad,
cualquier cosa puede suceder en cualquier momento. El fin de todo, también.
No es de repetir esa obviedad de donde sacamos la fuerza
para levantarnos, resistir, mejorarnos, compartir y disfrutar. Lo de “vive como si fuera tu último día” es
solo una pose hipócrita. Los finales redondos están en el cine. En la vida
cotidiana son los pequeños –por limitados no por inocuos- desmorones feuchos de
nuestros anhelos los que nos roban la energía y sorben el tiempo: la decepción
por una recompensa merecida que no llega, la desilusión por una relación
amorosa que no cuaja, el desánimo por un malestar físico que no nos abandona…
Ante el vacío que dejan esos mundos soñados que a menudo se
nos derrumban ayuda pensar que el sol saldrá también mañana y con él la
posibilidad de curar los arañazos, recuperar la alegría y disfrutar de la
ternura. No es el miedo lo que nos mantiene sino la esperanza. Somos
supervivientes. Sabemos que lo raro es estar vivos, pero la confianza en nuestro
propio aliento nos sostiene.
Y esto vale para las personas y para los pueblos.
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